Un reto para las películas de género –musicales, westerns, policíacas–: reinventar y prolongar la tradición. Acaso como sucede con la calcomanía que tiene pegada en su maletica –si los ojos no alcanzaron a engañarme–, el personaje de la muchacha desquiciada, tal y como se revela Tulipán (Judith Restrepo) en Al final del espectro (Orozco, 2006). La figura recuerda otro film, el Zombie que estrenó en 1980 Lucio Fulci, quien mostró en su publicidad una cabeza de muerto viviente, momificada por la tierra y el sepulcro: ¡Vamos a comerte! La evocación de Fulci –o de cualquier otro director del género– reconoce a los que estuvieron antes.
El cine de terror enfatiza en la creación de una atmósfera, haciendo del miedo y del suspenso una forma de entretenimiento para su público. Las imágenes y su forma de presentar en escenarios escabrosos, adecuadamente iluminados por un hábil director de fotografía, a la víctima de la historia, permiten suponer otra herencia, el cine mudo, cuando la energía de lo visual era suficiente para comprometer al público emocionalmente con un relato.
El guion, escrito por Juan Felipe y Carlos Esteban Orozco, demuestra que la escuela del terror y sus estrategias narrativas no han pasado en vano. Suele crear una compasión angustiante la presencia de una muchacha solitaria en un lugar donde todo es incierto y sombrío. Más todavía si se encuentra en una tina o con ropa de dormir, dos formas de la intimidad que sugieren el descanso y que el género se encarga de contradecir con sobresaltos repentinos, tanto así que Janet Leigh, por efectos publicitarios o por verdadera sicosis luego de filmar Psycho con Hitchcock, aseguró que había tardado en ducharse de nuevo luego de interpretar a la muchacha asesinada en el baño por Norman Bates.
Orozco y su equipo de producción asumieron el reto: seducir al público con lo ya visto, intentando una forma novedosa. La colaboración tanto de Luis Otero y Manuel Castañeda en la fotografía, como de Carlos Esteban Orozco en la música para subrayar la agorafobia que encierra al personaje de Vega (Noëlle Schonwald) en su apartamento, contribuyen al enrarecimiento de la trama, aún más asfixiante en su efectividad cuando las visiones brumosas de un monitor, a través del que Vega vigila el lugar con cámaras emplazadas en distintos rincones, nos muestran que todo, en el reino de ultratumba –y de la tecnología–, es posible.
Aparte de las visiones que traducen al cine las pesadillas de muchos mortales, el guion obedece a otra tradición de la que se apropian los Orozco: sugerir de manera cautelosa cuál es la razón del misterio y resolverlo con un giro radical. Gracias a una lógica que no desmiente las reglas propuestas desde el inicio de la película para entrar en el juego macabro, a las sorpresas que sirven de clímax narrativos se suma la revelación que encaja con facilidad la última pieza del rompecabezas.
La austeridad del espacio en el que está filmada Al final del espectro se complementa con las pinceladas que agregan al equívoco, de manera suficiente en su brevedad, los vecinos que rodean el apartamento de Vega: Carmen (Silvia de Dios) y Carlos Serrato, dueño de un perro que parece escapado del infierno. El padre de Vega (Kepa Amuchastegui) y su novio, Jairo (Manuel José Chaves), contribuyen a la nostalgia por un mundo antes de lo macabro, cuando la familia y el amor eran puertos de llegada seguros antes que riesgosos, como el apartamento donde la locura y sus presentimientos son posibles.
No hay más, pero tampoco menos, de lo que exige la historia para agobiar, lentamente, la serenidad del espectador. Al final del espectro explota el temor a la muerte cercada por el misterio y descubre que la horda de zombis, jovencitas sufridas como Carrie o la barbarie a lo George Romero en Night of the Living Dead (1968), continúa en sus alumnos, capaces de aprovechar el menor murmullo de una habitación para sugerir que hay un fantasma y obligarnos a creer en él.
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